Jorge Jaime Martínez, abril de 2025
En los albores de la humanidad, cuando el mundo era joven y la incipiente humanidad no dominaba el fuego, existía un misterio que flotaba en el aire, invisible pero omnipresente. Era el aliento de la vida, un susurro que transformaba lo simple en algo extraordinario. Este aliento, que los antiguos llamaban “el espíritu de los dioses”, era el fermento, la fuerza invisible que convertía el agua en vino, el pan en alimento vivo y la leche en un elixir de larga duración. Era un regalo de la naturaleza, un secreto que los humanos aprenderían a domesticar, pero nunca a dominar por completo.
La pregunta “¿por qué hacer fermentos?” resonaba en la mente de los primeros humanos, quienes, observando la naturaleza, descubrieron que las frutas caídas se transformaban en algo dulce y embriagador, que la leche dejada al aire se volvía agria pero nutritiva, y que las hojas enterradas en sal se conservaban y adquirían sabores nuevos. Fue así como, guiados por la curiosidad y la necesidad, comenzaron a imitar a la naturaleza, a domesticar ese aliento divino. No sabían por qué ocurría, pero sabían que era poderoso. Y así, sin proponérselo, se convirtieron en los primeros fermentistas.
El legado de Mesopotamia: la cuna de la cerveza
En las tierras fértiles de Mesopotamia, hace más de 7,000 años, los sumerios descubrieron que el grano podía convertirse en cerveza. Esta bebida, que llamaban “la bebida de los dioses”, no solo alimentaba el cuerpo, sino también el espíritu. Era un regalo de Ninkasi, la diosa de la cerveza, que enseñó a los mortales a fermentar cebada y trigo. La cerveza se convirtió en un símbolo de civilización, un líquido que unía a las comunidades en festines y rituales.
Los sumerios no sólo bebían cerveza; la veneraban. En las tablillas de arcilla que han sobrevivido al paso del tiempo, se encuentran himnos dedicados a Ninkasi y recetas detalladas para su elaboración. La cerveza era tan importante que se usaba como moneda de cambio y como parte del salario de los trabajadores. Era un alimento, una medicina y un puente hacia lo divino.
Pero la cerveza no era el único fermento en Mesopotamia. Los sumerios también descubrieron el pan fermentado, utilizando levaduras salvajes que flotaban en el aire. Este pan, esponjoso, alveolado y lleno de vida, era un contraste con las tortas planas y duras que se hacían antes. El pan fermentado se convirtió en un símbolo de prosperidad y abundancia, y se ofrecía a los dioses en los templos.
Egipto: el pan de los faraones
En Egipto, el pan fermentado era sagrado. Los egipcios creían que el dios Osiris había enseñado a los humanos a usar la levadura silvestre (presentes en el medio ambiente), un regalo que permitía que el pan creciera y se volviera esponjoso. El pan no solo era alimento, sino también una ofrenda a los dioses y un símbolo de vida eterna. Los faraones eran enterrados con panes fermentados, para que no les faltara sustento en su viaje al más allá.
Los egipcios perfeccionaron el arte de la fermentación, creando una variedad de panes con diferentes granos y sabores. También descubrieron que la fermentación podía transformar la uva en vino, una bebida reservada para las élites y los rituales religiosos. El vino egipcio era tan apreciado que se exportaba a otras tierras, llevando consigo el conocimiento de la fermentación.
El cáucaso: el Secreto del kéfir
En las montañas del Cáucaso, los pastores nómadas descubrieron que la leche podía transformarse en queso y yogur. Estos fermentos no sólo conservaban la leche, sino que la hacían más digerible y nutritiva. Pero el fermento más preciado era el kéfir, una bebida fermentada con granos mágicos que los pastores guardaban celosamente.
Los granos de kéfir, que parecían pequeñas rocas blancas, eran considerados un regalo de los dioses. Se decía que Mahoma había entregado estos granos a los pastores, con la advertencia de que no debían ser vendidos ni revelados a extraños. Quienes poseían los granos de kéfir los pasaban de generación en generación, como un tesoro familiar.
El kéfir no solo era una bebida deliciosa y refrescante, sino también un elixir de la longevidad. Los pastores del Cáucaso, que vivían en condiciones extremas, atribuían su salud y vitalidad al consumo diario de kéfir. Este fermento, que contenía una compleja comunidad de bacterias y levaduras, era un ejemplo perfecto de cómo la fermentación podía crear algo mayor que la suma de sus partes.
Asia: El reino del koji y el miso
En Asia, el fermento tomó formas aún más diversas. En China, hace más de 3,000 años, se descubrió que el arroz podía convertirse en vino de arroz, una bebida que acompañaba las ceremonias y festividades. Pero fue en Japón donde la fermentación alcanzó su máxima expresión, con el descubrimiento del koji, un hongo que fermentaba soja y arroz.
El koji, conocido científicamente como Aspergillus oryzae, era el corazón de la cocina japonesa. Con él, se elaboraba el miso, una pasta fermentada que se usaba en sopas y salsas; la salsa de soja, un condimento indispensable; y el sake, una bebida alcohólica que se consumía en rituales y celebraciones. El koji no solo transformaba los ingredientes, sino que también les daba un sabor profundo y umami, que los japoneses consideraban el quinto sabor.
En Corea, el kimchi era el fermento por excelencia. Este plato, hecho de vegetales fermentados con especias y sal, era un alimento básico en la dieta coreana. El kimchi no solo era nutritivo, sino también un símbolo de identidad cultural. Cada familia tenía su propia receta, transmitida de generación en generación, y se decía que el sabor del kimchi reflejaba el carácter de quien lo hacía.
América: El maíz, la quinua y la chicha, el maguey y el pulque
En América, los pueblos originarios fermentaban el maíz para hacer chicha, una bebida que acompañaba sus rituales y celebraciones. La chicha, que podía ser dulce o ácida, dependiendo del tiempo de fermentación, era un símbolo de comunidad y reciprocidad. Se compartía en fiestas y ceremonias, y se ofrecía a los dioses como muestra de gratitud.
En los Andes, la quinua fermentada se convertía en una bebida nutritiva y energética, conocida como “chicha de quinua”. Este fermento, que se consumía en las alturas donde el aire era escaso, era un testimonio de la adaptabilidad y la creatividad humana. Los fermentos eran parte integral de la cosmovisión andina, un puente entre lo terrenal y lo divino.
Paralelamente las culturas tolteca, teotihuacana y mexica fermentaban la savia del maguey para crear el pulque, una bebida ritual que tejía vínculos entre lo divino y lo terrenal. El pulque, de textura viscosa y sabor terroso, variaba en suavidad o intensidad según la especie de maguey y el cuidado en su fermentación. Era considerado la sangre de la tierra, un elixir sagrado que se ofrendaba en ceremonias agrícolas y festividades dedicadas a dioses como Mayáhuel, señora de la fertilidad. Su consumo, reservado inicialmente a sacerdotes y nobles, trascendió con el tiempo para unir a las comunidades en mitotes y siembras colectivas, encarnando la unión con el ciclo vital de la naturaleza y la memoria de los antepasados.
Por último -y no menos importantes- los mayas fermentaban el cacao para crear bebidas rituales como el xocolātl, además de producir balché (a base de miel de abejas meliponas y corteza de árbol) y pozol (de maíz), esenciales en ceremonias y vida cotidiana.
El mundo Moderno: la globalización de los fermentos
Hoy, en un mundo globalizado, los fermentos han cruzado fronteras. El kimchi coreano, el chucrut alemán, el kéfir del Cáucaso y el tempeh indonesio se encuentran en mercados y mesas de todo el mundo. Son un testimonio de la diversidad cultural y de la capacidad humana de innovar y adaptarse.
Pero los fermentos no solo son alimento; también son medicina. Los probióticos, bacterias beneficiosas que se encuentran en muchos fermentos, han sido reconocidos por su capacidad para mejorar la salud digestiva y fortalecer el sistema inmunológico. Los científicos están redescubriendo lo que los antiguos ya sabían: que la fermentación es un proceso vital, que conecta el cuerpo, la mente y el espíritu.
Reflexiones finales: el aliento de la vida
¿Por qué somos fermentistas? Porque en cada fermento hay una historia, un legado de sabiduría ancestral. Los fermentos nos conectan con nuestros antepasados, con las culturas que los crearon y con la tierra que los nutrió. Son un recordatorio de que la vida es transformación, que lo simple puede volverse complejo, y que en la “descomposición” hay renacimiento.
¿Por qué es importante el origen de los fermentos? Porque en su historia está la nuestra. Cada fermento es un espejo que refleja la relación del ser humano con el resto de los seres terrenales, con los dioses y consigo mismo. Son un recordatorio de que, aunque la tecnología avance, hay fuerzas que no podemos controlar, sólo guiar. El aliento de la vida sigue ahí, invisible pero presente, transformando lo simple en algo extraordinario.
Y así, en cada sorbo de vino, en cada bocado de pan, en cada cucharada de yogur, celebramos ese aliento, ese espíritu que nos conecta con los orígenes de la humanidad. Porque, al final, fermentar no es solo una técnica, es un acto de fe en la vida misma. Es un recordatorio de que, aunque el mundo cambie, hay cosas que permanecen: la curiosidad, la creatividad, la belleza, el arte y la filosofía, en resumen: la conexión con lo que nos hace humanos y al mismo tiempo con los pies en la tierra y de la mano con el resto de los seres de la naturaleza.